La parodia de temas clásicos de la literatura universal es un recurso más que habitual en la historia del teatro. Los amores de Píramo y Tisbe en “El sueño de una noche de verano” de Shakespeare, el famoso Juanito Ventolera –parodia del tenorio- de Valle Inclán, por no hablar de autores como Aristófanes, Plauto o Terencio, son ejemplos de cómo la imaginería popular constituye un buen caldo de cultivo para la comedia irreverente.
De la misma manera que disfrutábamos viendo a Charlot golpeando a un policía, (símbolo de la autoridad) nos resulta gracioso mofarnos de los grandes referentes literarios. Imaginar los cuernos del desdichado Otelo o los problemas de las más famosa familia mafiosa del cine de todos los tiempos en “El Padrino”.
Por una parte como espectadores agradecemos conocer parte de las reglas del juego e incluso alimentamos cierta vanidad erudita de conocedores de nuestra literatura, cine o artes escénicas. Por otra parte es enorme la capacidad de sorpresa (imprescindible para que surja la risa) en la medida en que enfrentamos continuamente lo previsible que ya conocemos del mito con las licencias que el género permite.